jueves, 3 de diciembre de 2009

Ese día de febrero


Busqué con mi amiga, un buen regalo para él. Anduvimos caminando por el centro desde que salimos del examen (por cierto, groseramente confuso) hasta que atardeció. Entre carcajadas y quejas (sobre todo de hambre) pensamos en el mejor regalo. Tenía que ser útil, pero sin rayar en lo cotidiano (o sea que las pilas para su despertador y el cepillo de dientes eléctrico eran mala idea); también tenía que ser barato (esa fue sugerencia mía), pero sobre todo tenía que parecer que lo había comprado desde hacía una semana como mínimo o algo así, es decir, había que aparentar que era una fecha tan importante para mí, que por nada del mundo pasaría inadvertida.
Me harté de buscar, estuve a punto de rendirme, pero mi amiga no me lo permitió. Se encargó de aclararme que no había perdido su día por nada. Así que seguimos.
La librería de viejo de la otra calle fue la respuesta a mis plegarias (mi desesperación era brutal). Le compre el libro que habíamos visto juntos el día que caminamos tanto que dejamos de hablar (y de reír también, que es lo más raro). Quise regatear el precio, que me parecía algo injusto para ser el de un libro usado, pero la vendedora se negó. “El libro eso vale” repetía sin siquiera mirarme. Tuve que pagar, la cara de aburrimiento de mi amiga me obligó.
Al día siguiente cuando lo vi, adivina que me había comprado él… El mismo libro pero, para mi sorpresa (y vergüenza), nuevo.
Ja. Tal vez lo decepcioné, pero ya no me interesa, mil veces le he dicho que esas fechas a mi no me importan.